lunes, 18 de mayo de 2015

Sociedad

La Ciudad de México era el centro del bullicio. Los teatros se llenaban con importantes personalidades de la sociedad, del mundo intelectual y de la política para ver y oír cantar ópera a Adelina Patti o al tenor Tamagno. En el teatro se consagraban Virginia Fábregas y Andrea Maggi y en las tandas del teatro Principal la gente aplaudía con fervor a María Conesa o a Mimí Derba, aquella tiples cómicas cuyos nombres siguen llenos de nostalgia por la opereta. Los bailes de don Porfirio eran famosos por aquella magnificencia y aquellos aires europeos con los que se llevaban a cabo. 


En el campo, la vida cotidiana no daba lugar a las diversiones. Las duras jornadas no permitían distracciones y las difíciles condiciones de vida sólo posibilitaban un frugal alimento, consistente en maíz, frijoles y chile, y la constante esperanza de mejorar. 

Las comunidades indígenas, al margen del progreso alcanzado por la sociedad urbana, gozaban de la libertad de festejar a sus santos patronos en fiestas que propiciaban la redistribución de los pocos recursos que se podían acumular. Con ellas se disipaba la ansiedad de perder la tierra o de ser condenados a la leva y a los trabajos forzados en las haciendas. La vida cotidiana durante el Porfiriato era el reflejo de una sociedad fincada en la desigualdad

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